«Los hábitos alimentarios humanos son tanto la expresión
de una función básica biológica y nutricional, como de una de las más
elaboradas formas de cultura».1
Ver en la alimentación humana una dimensión cultural que desborda su sola
función biológica es una perspectiva banal. En efecto, es de sobra conocida la
inmensa diversidad de las prácticas alimentarias2, no sólo entre países sino incluso entre
regiones, ciudades, familias, individuos. Más allá de las razones ecológicas,
geográficas, económicas o históricas, este fenómeno se explica igualmente por
razones antropológicas: los alimentos no son únicamente buenos para comer, son
también buenos para pensar, en el sentido que «nutren» de prácticas y representaciones
sociales ricas y variadas. Pensemos, por ejemplo, en la variedad de formas de
aprovisionamiento y de recetas para preparar los alimentos (dentro de lo que
los antropólogos denominan el triángulo culinario, «cocido, crudo, podrido») o
en la paleta contrastada de categorías de comestible y de no comestible3, en las prohibiciones alimentarias y los
hábitos en la mesa4. Pensemos
incluso en los múltiples usos sociales de la comensalidad5 o en la diversidad y la extensión de los
lenguajes culinarios en la mayoría de las sociedades. Pensemos, finalmente, en
el mosaico de representaciones que conectan la identidad (individual, cultural,
étnica, regional) y la alimentación, o en la complejidad de las relaciones que
se urden entre las representaciones del cuerpo y de la comida, de complejidad
tal que, en las sociedades occidentales contemporáneas nos esforzamos en hacer
coexistir un ideal anoréxico con una creciente tendencia a la obesidad.
Numerosos estudios de antropología se han consagrado al inventario y
análisis de estas representaciones y de los comportamientos que llevan
asociados. Un aspecto de las prácticas alimentarias, sin embargo, me parece
algo olvidado: los distintos actos de la acción de comer. Todos nuestros
sentidos (vista, gusto, tacto, etc.) desempeñan un papel en estas múltiples
temporalidades. En este artículo, me limitaré a uno sólo de ellos, el olfato.
Defenderé la idea siguiente: en relación con los olores de los manjares, es
posible identificar varios actos distintos que constituyen y estructuran lo que
yo denomino un «drama olfativo».
¿Porqué, a propósito del olfato, propongo esta idea del «drama»? Por
razones que ignoro, me vino inmediatamente a la mente cuando empezaba a
preparar la conferencia que ha dado lugar a este artículo. Me satisfizo
enormemente comprobar, más tarde, que un chef de cocina, Jean-Marie
Amat, había utilizado esta fórmula (drama olfativo) tras una conversación con
el neurobiólogo Jean-Didier Vincent, coautor de una
obra sobre la fisiología del gusto6.
El civet de liebre, estima Jean-Marie Amat, es «un
drama olfativo de olores sordos y significativos»7. La expresión es maravillosamente
evocadora de la fuerza odorante de este plato bien descrito, pero en realidad,
el acto de comer puede, en su totalidad, asimilarse a un drama olfativo. Es
dramático, de entrada en cuanto al sentido etimológico de la palabra drama. Se
trata de una acción compleja. Y también en sentido teatral. En efecto, del
mismo modo que se suceden los acontecimientos en una escena teatral, los olores
de los manjares nos conmueven vivamente, hasta el punto, a menudo, de suscitar
imágenes mentales que marcan perdurablemente nuestra memoria. La escena de este
drama (la escena olfativa) se puede desgranar en cinco actos:
1. el de la preparación culinaria
2. el corto lapso de tiempo que precede a la percepción
3. el tiempo de la propia percepción olfativa,
4. el necesario para recuperar una sensación anterior y, finalmente
5. la duración del recuerdo de la sensación experimentada.
A partir de datos recogidos en una encuesta etnográfica realizada en el
entorno de las profesiones que conciernen la boca (cocineros, enólogos y
sumilleres), presento en este texto los cinco actos del drama olfativo.
Concluiré el artículo evocando otra razón de la intensidad dramática inherente
a la relación que mantienen los seres humanos con los olores: oler es exponer
el cuerpo íntimo al mundo exterior.
Primer acto: la preparación culinaria
Este es, en sentido
literal, un acto primordial ya que condiciona todas las temporalidades
restantes ligadas a la acción de comer. Su naturaleza es distinta en el
contexto profesional o en el universo doméstico. En el primer caso, es el
momento privilegiado del ejercicio de una competencia sensorial. El segundo,
corresponde a un período decisivo para la socialización de los sentidos
(experiencias y aprendizajes olfativos y gustativos, establecimiento de hábitos
alimentarios).
En el caso de los
cocineros profesionales, el tiempo de la preparación de los platos es el de la
movilización de la memoria olfativa, con el fin de controlar las cualidades
organolépticas de los productos. Lo fresco, por ejemplo, tiene un olor distinto
según la época del año: es más pronunciado en verano que en primavera, lo que
hace necesario dosificarlo en función de la estación. Las hierbas que han
crecido en plena naturaleza tienen olores poderosos, violentos, frescos,
dinámicos, puntiagudos»8. Se
oponen a los de las hierbas «sin identidad», cultivadas en invernaderos y que
por ello, no han podido «tomar los olores del viento, el sol, de la lluvia».
La misma competencia
olfativa movilizada para discriminar lo que es bueno y lo que no lo es, se
aplica evidentemente a los mariscos y pescados: «cuando el pescado huele a mar,
es bueno; cuando huele a amoniaco es malo». También se aplica a las carnes: «se
huele enseguida si un producto es fresco». Un cerdo sano tiene «el olor del
campo». Un buen pollo, nutrido con alimentos sanos y naturales y que se ha
dejado crecer adecuadamente, difunde «olores maduros, redondos, determinados»,
o incluso «un olor de grano». Por el contrario, un pollo demasiado joven es
fácilmente identificado por la presencia de un exceso de albúmina, y lo mismo
sucede con un pollo criado en explotaciones o un cerdo lleno de agua procedente
de una porqueriza industrial. Gracias a su olfato ejercitado, un cocinero puede
así conocer el origen de un animal, su edad, su naturaleza (cordero, ave,
buey). Puede también apreciar la calidad de un ahumado: artificial o con
madera, carne ahumada en tibio o en caliente, etc. Puede, incluso, determinar
la calidad de las frutas (mandarinas, melones, fresas o manzanas que, si son
malas, «olerán a paja», etc.) y de la mayoría de legumbres. Puede también, en
ocasiones, evaluar la antigüedad de los productos: gracias a su olfato, uno de
los chefs consultados era capaz de apreciar, con un día de error, la
fecha en que el hinojo fue arrancado. «Más allá de cinco o seis días», añade «ya no se
nota nada más».
Durante la preparación de los platos, la memoria olfativa
de los cocineros cumple igualmente una función de alarma. En su cocina, el chef
se compara a un director de orquesta. Cuando dirige su brigada de cocineros y
aprendices, sabe, gracias a los olores, cuál entre ellos está en armonía y cuál
falla. «Los olores», afirma un chef «son las notas musicales». Son para
él guías, señales o incluso más, porque cada una de ellas es un mensaje que, en
todo momento, solicita su atención. Por ejemplo, si un cocinero está «haciendo
sudar las cebollas» o «pochándolas», un «olor a dorado» constituye una señal de
alerta, seguida inmediatamente de una reprensión por parte del chef:
«¡cuidado!, no seas necio, la receta no es así, cambiarás el gusto...». La
señal de alerta sigue actuando si un fondo de salsa se carameliza, chamusca o
dora: el chef reacciona al olor desde el instante en que la preparación
corre el peligro de «perderse», por una cocción excesiva o demasiado
prolongada. Lo mismo ocurre con un ingrediente esencial, la mantequilla.
Durante la cocción, difunde, sucesivamente, «olores de almendra, de avellana y de
café». En función del olor percibido, el chef puede controlar el
desarrollo de la receta: «cuando un joven ayudante está trabajando con
mantequilla, no tengo necesidad de mirarle para saber en qué punto se
encuentra; tan sólo con el olor puedo decirle: retira tu mantequilla, ten
cuidado, esto es de esta forma o de esta otra...». La apreciación de la
naturaleza y la calidad de la mantequilla pasa igualmente por el olfato; así
sucede cuando se trata de distinguir la mantequilla salada, que «huele a yodo»
de la no salada, aunque sea de la misma procedencia, ya sea de la región
Poitou-Charentes o de Normandía: una mantequilla de Echiré tiene un olor
«más sensible, más frágil, más ligero», mientras que una de Isigny tiene
un «olor más graso». Según un cocinero, la mantequilla de leche cruda y la
industrial «son dos mundos olfativos distintos». En el primero, «se huele la
leche, la granja, el prado, las hierbas, las estaciones incluso. Se huele si es
primavera o verano, si es un animal que ha comido heno o si es una vaca de
invierno». Durante la cocción de la segunda mantequilla, en el mejor de los
casos no se olerá nada: «es neutra, no hay nada allí, todo olor se a ido»; pero
puede incluso a ser desagradable. La movilización de la memoria olfativa con
una función de alarma se hace también en el seguimiento diario de la
conservación de los productos necesarios para las preparaciones. Así, «se sabe
por el olor si el ajo está apunto de pudrirse».
En el seno de una
familia, numerosos trabajos conectados con la antropología de la alimentación
han destacado la importancia de los entornos olfativos, particularmente los
olores de los platos durante su preparación. Estos olores que difunden en toda
la casa constituyen recuerdos familiares tenaces. Joëlle Bahloul ha puesto este
fenómeno en evidencia a partir de su encuesta sobre los judíos de Sétif, tras
su partida de Argelia y su llegada a Francia en 1961. Su memoria familiar es,
en gran medida, una memoria de los olores de la cocina, de los platos
preparados para el shabbat9.
el mismo modo, en las regiones mineras del este de Francia, el denominador
común de las casas polacas era el olor impregnante de la col10. Otros etnógrafos han insistido en la
importancia para los vietnamitas de compartir «los olores de la buena comida»
en la fiesta del Tet11. De forma
más general, destaca Gilbert Durand, los olores de la casa –caldos de la
cocina, perfumes de alcoba y armarios– constituyen la cenestesia de la
intimidad doméstica12, lo cual
describe perfectamente la socióloga Anne Muxel en su obra sobre la memoria
familiar13. Una cuestión se
plantea: si el tiempo de la preparación culinaria ha marcado desde hace tiempo
con su impronta nuestras memorias domésticas, ¿no se corre hoy el riesgo de que
este tipo de recuerdos disminuyan, o incluso desaparezcan, a la vista de todos
estos platos preparados, en conserva, congelados o liofilizados, y de la
regresión concomitante de los ambientes olfativos?
Segundo acto: el corto espacio de tiempo que precede a la
percepción
Este período14 que precede a la
toma de conciencia del estímulo, corresponde al tiempo que precisa el mensaje
olfativo para llegar al cerebro. Repartimos todo este tiempo de detección, este
fenómeno de «conciencia retardada»15,
de aproximadamente unos milisegundos, que dependerá de las características
idiosincráticas de nuestro aparato olfativo, de nuestra atención, de la
probabilidad de ocurrencia del olor, de nuestro estado emocional16, etc. Esta espera de lo que va a
suceder o, más exactamente, de lo que se va a oler, tiene un lado un poco
dramático: pensemos en nuestra ligera aprensión, o excitación, cuando en un
restaurante los platos se sirven cubiertos. Esta espera, a veces fallida o
decepcionada, está evidentemente guiada por el recuerdo de nuestras
experiencias culinarias anteriores, fruto de las ocasiones en que hemos
encargado platos similares.
Tercer acto: la propia sensación olfativa
Aquello que nosotros denominamos «sensación» es una
representación estabilizada, durante un lapso de tiempo más o menos largo, del
flujo de estímulos que nos solicitan en todo instante. Objeto de juicio, esta
sensación se convierte entonces en una percepción. Tanto si, por convención,
nosotros asimilamos este lapso de tiempo al presente de la sensación –lo que el
filósofo del lenguaje Quine denomina el «módulo» de la estimulación– o si el
presente es concebido como un período y no como una brecha entre el pasado y el
presente17 (la noción de un
presente que dura es, lógicamente, inconcebible). La idea de la duración de la
sensación, como destaca Condillac, es de hecho producida por «la sucesión de
impresiones que se forman sobre el órgano» y que la «memoria recuerda»18. El presente de la sensación
está, pues, constituido de un pasado y un presente por venir, es decir, de un
encadenado de secuencias temporales. Parafraseando a Boileau, podríamos decir:
«el momento en que siento está lejos ya de mí». Sea la que sea, esta
representación de una sensación a la vez presente y duradera, es una especie de
zócalo experimental a partir del cual aportamos un juicio hedónico sobre los
manjares que degustamos. De hecho, esta sensación nos parece demasiado corta
cuando lo que comemos es bueno, y demasiado larga cuando el plato no nos place.
Seguramente, esta duración de la sensación olfativa está relacionada con la
facultad de habituación a la naturaleza de los manjares, su temperatura, al
estado de mayor o menor saciedad del individuo, etc, etc. Los descriptores
olfativos y gustativos intentan rendir cuentas de esta experiencia, de la
duración de la sensación como, por ejemplo, la «duración» en boca de un vino.
A propósito de esta experiencia deben considerarse otros
dos aspectos: la coexistencia y la sucesión de las sensaciones olfativas en el
curso de una misma comida, que revelan lo que el célebre perfumista Edmond
Roudnitska ha denominado «la ley de la relatividad». Las sensaciones no están
aisladas unas de otras, sino que son relativas a las que las preceden y las que
las acompañan, lo cual, también aquí, hace intervenir nuestra memoria
inmediata. Desde este punto de vista, podemos distinguir una sensibilidad a la
melodía olfativa por un lado, y a la armonía olfativa por otro 19. La melodía olfativa es una coexistencia de
estímulos olfativos perfectamente ordenados por un sujeto que percibe, dotado
de ciertas disposiciones naturales y culturales a la percepción: éstos acaecen
donde deben y ocupan exactamente su lugar dentro de la cronología de la
experiencia sensorial. Así, en la sociedad francesa, ante un buen refrigerio,
la mayoría de nosotros apreciará que los estímulos olfativos se presenten en el
orden siguiente: olor anisado (aperitivo), olor de pescado, de carne, de queso,
de café, de puro; pero nos molestaría probablemente (en mayor o menor medida)
que el primer olor percibido fuera el de un cigarro, seguido del queso, el
pescado, el café, el anís y la carne.
La armonía entre los olores será igualmente evaluada
durante el tiempo de la sensación propiamente dicha. La asociación de
productos, desde este punto de vista, es determinante: «sabréis que algo va mal
si, de entrada, el olor os molesta», afirma un cocinero. Es por esto, por
ejemplo, que no se cocina salmonete con róbalo: sus olores se consideran
disarmónicos. En este dominio, los hábitos alimentarios desempeñan un gran
papel: la asociación del olor de la menta con la del cabrito puede parecer armoniosa
en ciertos países (países árabes, Inglaterra) y resultar chocante en otros.
Cuarto acto: tiempo necesario para recuperar una
sensación anterior
Clásicamente, se le reconoce una doble función a la
memoria olfativa. La primera de ellas es el recuerdo, con tres modalidades: por
un lado, los olores tienen un fuerte poder de evocación y favorecen la
recuperación de los recuerdos (memoria episódica y semántica) que contribuirán
a dotar a la percepción de su carácter subjetivo; por otro lado, los recuerdos
por sí mismos pueden ayudar a recuperar olores; raramente las personas pueden
recrear mentalmente una sensación olfativa en ausencia del estímulo, sin pasar
necesariamente por su memoria episódica. La segunda función es el
reconocimiento o aptitud recogniscitiva: gracias a informaciones olfativas ya
memorizadas, es posible reconocer y, eventualmente, identificar, los estímulos
olfativos, de manera muy segura. Para simplificar, podemos considerar dos casos
de estudio, la recuperación del recuerdo sensorial en
ausencia o presencia de estímulo.
En ausencia de estímulo, la memoria olfativa suele
fracasar. Por ejemplo, en el instante presente, sentado en mi despacho frente a
un ordenador soy totalmente incapaz de reencontrar el olor del civet de liebre
sin un estímulo adecuado, aunque cerrando los ojos, me resulta muy fácil
recuperar el recuerdo de un color, rojo por ejemplo. Ciertas personas, no
obstante, son más capaces que otras. Esta aptitud depende de disposiciones
individuales y, sobre todo, de un largo aprendizaje, como el que siguen los
perfumistas y ciertos cocineros.
En presencia del estímulo, la recuperación del recuerdo
olfativo tiene dos características relacionadas: la importancia del contexto y
la multisensorialidad. El contexto es el de la sensación de origen, registrada
a la vez que todo un entorno sensorial y emocional, fenómeno bien conocido con
el nombre de síndrome de Proust. Sus razones son diversas, pero una de
las principales es la conexión emocional entre la percepción olfativa y el
tratamiento afectivo de la información. Aunque estos mecanismos no sean aún
completamente conocidos, diversas regiones del cerebro asociadas al tratamiento
del mensaje olfativo –en el tálamo, el neocórtex frontal y el sistema límbico–
integran diversas informaciones sensoriales, marcan el olor con un valor
afectivo, contribuyen a asociaciones y correspondencias y desempeñan un papel
importante para la formación de recuerdos en la memoria (engramas o trazos
neuronales de las sensaciones) que, en definitiva, jamás son puramente
olfativos. Esto contribuye a la consolidación del trazo mnésico. El contexto es
también el del momento de la rememoración, que tiene un papel importante en el
reconocimiento del estímulo. Por ejemplo, es difícil situar el olor de un queso
en la categoría de «alimentario» si se percibe al entrar en una floristería.
Por otra parte, la recuperación
del recuerdo viene facilitada por las asociaciones entre los diferentes
sentidos. De hecho, la multisensorialidad es nuestro modo habitual de percibir
y de relacionarnos con el mundo» 20.
Recordar un olor es recuperar o reconocer todo el entorno del estímulo
inicial, incluso los mensajes destinados a otros sentidos.
En la mayoría de mis informadores, la descripción
olfativa involucra a los otros sentidos. Los sumilleres, por ejemplo, hacen
intervenir la vista, el tacto (el volumen en boca, «graso, rico y opulento» o
bien «delgado y fluido») y, evidentemente, el gusto. La descripción
multisensorial puede ser muy sutil: evocamos «notas» de miel o de resina,
«tactos» de flor o de setas, una «punta» de trufa, etc. Un sumiller,
explícitamente, asimila su descripción a un lienzo sobre el que sitúa sus
colores (sus notas), respetando las reglas del arte pictórico (el equilibrio,
la simetría, los planos, los matices, la armonía del conjunto, etc.) pero
dejando también a su imaginación jugar libremente. La verbalización de los
olores del vino refiriéndose a objetos o productos que poseen el color del
líquido considerado, tinto o blanco, confirma el carácter multisensorial de la
percepción. Así, un vino blanco teñido artificialmente de rojo con un colorante
inodoro se describe olfativamente como un vino tinto, por el sesgo que imprime
la evocación de objetos o de productos del mismo color21. Esta dependencia entre el olfato y la
visión, al ponerle nombre a estímulo olfativo, ha sido confirmada con imágenes
cerebrales (tecnología PET, o tomografía de emisión de positrones) que ha
puesto de manifiesto que, en este proceso, se da una activación de una región
del córtex visual primario22.
Quinto acto: la duración del recuerdo de la sensación
Acerca de esta última temporalidad, debemos considerar dos
fenómenos fundamentales: la paradoja del omnívoro y la relación entre identidad
y alimentación. Según la paradoja del omnívoro23,
damos prueba de una gran libertad en nuestros regímenes alimentarios. Esto,
desde un punto de vista adaptativo, presenta un interés evidente: somos capaces
de vivir en entornos muy diversos. Pero ha llevado al ser humano a buscar la
variedad y, por consiguiente, a la necesidad de enfrentarse a alimentos nuevos24, lo cual que puede ser peligroso si se
considera la toxicidad potencial de los alimentos desconocidos. He aquí porqué
nos apoyamos en gran medida en la memoria perdurable de nuestras experiencias
alimentarias, ya que las preferencias y rechazos innatos (preferencia por lo
dulce, rechazo de lo amargo) no resultan suficientes para orientar nuestra
alimentación de forma segura y fiable. Así, en todos los seres humanos se
observa una codificación precoz de los recuerdos olfativos. Las experiencias
quimiosensoriales influyen considerablemente en la formación de las
preferencias durante los cuatro primeros años de vida y, en particular, durante
el período de seis meses a dos años, que aparece como la «edad de oro del
descubrimiento alimentario»25. Las
aversiones a los aromas adquiridas en la infancia pueden persistir cincuenta
años más tarde26. Basta con que,
una sola vez, la ingestión de un alimento venga seguida de malestar
gastrointestinal (náuseas, vómitos…) para que el individuo desarrolle una
aversión profunda y tenaz al alimento27.
Una de las funciones principales de la memoria olfativa (y gustativa) es, pues,
recordar experiencias anteriores asociadas a un alimento y generar en el
individuo un estado de atención por este alimento28. Existe, sin duda, una explicación a la
tenacidad de los recuerdos olfativos, de los más desagradables pero también de
los más placenteros.
En la memoria culinaria de los cocineros que he consultado, estos recuerdos
–memorias de la infancia, en particular de las recetas maternas– son
omnipresentes. Uno de los chefs afirma: «toda mi cocina se basa en ellas».
Otro explica su rechazo a comer ciertos platos de su propia carta por disgustos
alimentarios que se remontan a su infancia. Otro de ellos reconoce, casi
siempre, en el pescado de río «un olor a hierba», porque siendo muy joven,
recuerda, se bañaba en el Loira. Ha asociado definitivamente las plantas y los
pescados del río, asociación integrada rápidamente a sus propias sensaciones.
Las vivencias olfativas de los enólogos estructuran también fuertemente su
percepción. Por ejemplo, al catar un vino de Var (Provenza), un enólogo asocia
sistemáticamente el aroma de melocotón con el del huerto de su abuelo, en el
que correteaba en su infancia. Otro enólogo asimila el aroma de almizcle al de
la ropa de hogar vieja que descubrió de pequeño dentro de un baúl. En resumen,
observa un cocinero, «cada uno tiene sus propias imágenes», producidas a partir
de recuerdos olfativos y gustativos más bien agradables29 que se remontan a la primera infancia.
Este carácter duradero de los recuerdos culinarios no es extraño al papel
que desempeñan en el sentimiento de identidad personal o cultural. Desde este
punto de vista, la alimentación es un elemento esencial. Cuando una persona
emigra de su país de origen y se instala en otro, tarda más en perder los
hábitos alimentarios de su país que el idioma. A menudo bastan una o dos
generaciones para perder la lengua materna, mientras que las costumbres
culinarias pueden seguir transmitiéndose mucho tiempo después. El anclaje de la
identidad pasa por un anclaje geográfico, un terruño (el suelo en el que se
origina un producto) y también por un anclaje olfativo. En Sarladais, por
ejemplo, los olores reconocidos como perigordienses «son los que participan en
el renombre de la región, que se ofrecen a los turistas y a los gastrónomos»,
comentan Nicole Mainet-Delair y Hélène Mainet. Estas autoras añaden: «cuando se
reside lejos de ahí, generalmente en la región parisina, y el sol se hace raro
y la moral se resiente, un buen remedio consiste en abrir un bote de confite de
oca. El delicioso aroma reconforta y su efecto se prolonga a los días
siguientes, porque la grasa restante sirve para cocinar»30. Estos olores transportan a una
identidad compartida o, por lo menos, a creer en su existencia. Esta afirmación
de identidad en el dominio culinario puede ser conflictiva. En la mayoría de
sociedades, no sólo se afirma que se come bien, sino que se pretende comer
mejor que en otros lugares, o mejor que en otros momentos. Estas opiniones
pueden suscitar el temor de una uniformización de los gustos, por ejemplo bajo
el efecto de la mundialización, y se traducen a veces en la aparición de
crispaciones de identidad a propósito del lugar que se debe o no se debe conceder
a los productos «exóticos». Si nuestros recuerdos alimentarios son perdurables
es también porque la cocina y la gastronomía son fortalezas de la conciencia
identitaria. Es también ésta la razón por la que la memoria de los alimentos
no puede jamás reducirse a la simple enumeración de las
propiedades de las sustancias consumidas.
Conclusiones
Concluiré con una observación sobre la
estrecha relación que existe entre olfación e ingestión. Es una relación
constitutiva de la propia acción de comer: nutrirse es aceptar la incorporación
en uno mismo de un producto del exterior, de naturaleza distinta a la propia, y
esta incorporación de una alteridad jamás es un acto indiferente. Pero, antes
de ello, un sentimiento de ingestión acompaña a los estímulos olfativos.
Estamos obligados a «compartir su aporte», remarcaba Kant31.
Rousseau, por su parte, calificaba el olfato de sentido de la
incorporación. Efectivamente, numerosos descriptores multisensoriales evocan la
sensación de ingestión o de penetración de los olores: un olor «violento»,
«poderoso», una «punta» de trufa, etc. Por otro lado, no existe una gran
distancia entre la ingestión feliz y la ingestión trágica. Entre los cocineros,
sucede que los malos olores generan imágenes corporales. La carne de peor
calidad, declara uno de ellos, «huele a sudor». Esto me conduce a hacer una
comparación con una forma de alimentación (más exactamente, un imaginario de la
alimentación) alejada del mundo culinario pero, sin embargo, reveladora de la
relación que establecemos con los olores. Un día, a raíz de una encuesta sobre
los olores en el medio hospitalario, una enfermera me comentaba que tenía en
ocasiones la impresión de «ingerir parcelas ínfimas de los cuerpos a través de
las escaras y necrosis de los pacientes». En el curso de mis investigaciones he
recogido numerosos datos similares, si bien este ejemplo ilustra
suficientemente que una experiencia olfativa jamás es anodina. Si reviste una
intensidad dramática tal y nos deja generalmente recuerdos robustos, es porque
oler es consentir en abrir el cuerpo íntimo al mundo exterior, lo cual es
siempre una experiencia arriesgada.
Bibliografía y notas
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8. En todo el artículo, el texto
entrecomillado cita textualmente las descripciones sobre los olores hechas por
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26. Garb, J.L. y Stunkard, A.J.: «Taste aversion in man», American
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27. Op. cit., p. 11.
28. Sulmont-Rossé, C. et al., op. cit., p.
11.
29. Si para la mayoría,
los recuerdos poseen una cierta calidad, es porque aportan un poco de la
juventud perdida de los consultados.
30. Mainet-Delair, N. y Mainet, H.: « Lou Boun Diou mé lécho l’âmo.
Cuisine d’odeurs en Sarladais», En : Danielle Musset, Claudine
Fabre-Vassas (éd.), Odeurs et parfums, Paris, Éditions du C.T.H.S.,
1999, p. 62 et 66.
31. Kant, E. Anthropologie d’un point de vue pragmatique, in Œuvres
philosophiques III, Paris, Gallimard, 1986, p. 976.
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