Antes de ingerir un alimento, nuestros sentidos humanos realizan un complejo ritual sensorial con el fin de extraer la abundante información crítica que cada bocado nos proporciona. No es casual, por tanto, que estemos especialmente dotados para desentrañar el significado de las texturas, sabores, gamas cromáticas, consistencias y aromas de aquello que nos alimenta. De hecho, estamos adaptados genéticamente para ello, razón por la cual establecemos el nexo entre biología y cultura sobre las bases de la alimentación.
Alimentarse es, en ese contexto, un proceso exhaustivo de adquisición de información, que es inmediatamente interpretada en clave cultural. El hambre y la curiosidad comparten así la función de motores del proceso, mientras que la saciedad, como fenómeno espontáneo y generador de placer, se produce en una doble respuesta: a la ingesta de un determinado volumen límite de alimento y a la sobresaturación por exceso de información sensorial. Desde esta óptica, la denominada alimentación mediterránea constituye un paradigma de lo expuesto. Surgida en regiones en las que la agricultura intensiva permite disponer de gran variedad de productos con perfiles sensoriales intensos, proporciona una dieta potencialmente exuberante que, literalmente, fatiga pronto los sentidos hasta hacerlos desistir, incapaces de procesar un bit de información más. Hay que decir que son escasas las comunidades en las que actualmente impera la alimentación mediterránea.
En otras regiones, en contextos en los que la diversidad de los alimentos es menor y sus perfiles sensoriales tienen menos atractivo informacional, prevalece la tendencia a que la saciedad sea la respuesta a la cantidad ingerida. Una práctica que prima los alimentos pesados, que empobrece las expectativas sensoriales pero que, a pesar de ello, se extiende cada vez más por el planeta.
En numerosas sociedades actuales ha surgido precisamente una paradoja: el acceso sin apenas restricciones a alimentos asociados a ciertas culturas, provoca un incremento alarmante de individuos obesos y poco saludables. Puede ser algo más que una hipótesis el hecho de que una parte de la población agota y fuerza el límite de la cantidad de alimento ingerido porque la variedad y la riqueza sensorial de esos «nuevos» alimentos es pobre, en contraste con sus altos contenidos energéticos y su disponibilidad.
Las alarmas han saltado en la mayoría de sociedades, opulentas y pobres. También en las mediterráneas. La respuesta de las autoridades sanitarias, tras comprobar la relación lineal entre obesidad y pérdida de salud de la población, se encamina a recomendar una dieta menos energética, con mayor presencia de vegetales y la práctica de ejercicio físico para compensar la tendencia general a los hábitos sedentarios. Cabría añadir a esas propuestas una decidida educación para el mayor y mejor uso de los sentidos, en especial los relacionados con la alimentación, la promoción de alimentos ricos en perfiles sensoriales a fin de recuperar la función informacional de la comida y, para cerrar el círculo, un claro apoyo a la industria sensorial, surgida en las regiones «mediterráneas» y con potencial para competir en los mercados globales de la economía basada en el conocimiento.
La sociedad disfrutaría de mayor porcentaje de individuos sanos, mejor alimentados, excelentemente informados sensorialmente, con menos índice de obesidad y con grandes expectativas de incrementar su calidad de vida. Los entornos social y económico se verían asimismo favorecidos con una industria de futuro propia, competitiva y floreciente. Puede parecer una utopía, pero está al alcance de nuestros... sentidos.
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