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EDITORIAL

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Gustos imperceptibles para catadores difusos

[Imperceptible tastes to diffuse tasters]

Jaume Estruch
Percepnet

Que los atributos sensoriales de la materia son algoritmos que el cerebro atribuye a las señales procedentes de los receptores sensoriales es una afirmación que ya casi nadie discute en el entorno científico, aunque los humanos seguimos proyectando nuestras sensaciones hacia el entorno, atribuyéndole todo aquello que sentimos (las manzanas son verdes, el café sabe amargo). Sin embargo, ese «animismo sensorial» parece difícil de mantener por lo que respecta a las percepciones que provienen del interior de nuestro propio cuerpo. Sabemos que dichas percepciones existen y que son imprescindibles para gestionar y mantener las funciones corporales (cerebro incluido) en estado de equilibrio, pero no sabemos en qué forma el cerebro las proyecta hacia el exterior, si es que lo hace.

Un reciente artículo recopilatorio de Thomas Finger y Sue Kinnamon publicado en The Scientist sitúa la cuestión en un punto interesante. Con el título «Matters of Taste», expone y relaciona diversos trabajos científicos de los últimos años con la conclusión que «los compuestos que percibimos como dulces o amargos en la boca activan receptores similares y vías de señalización situados en otras partes del cuerpo que contribuyen a regular la digestión, la respiración y otros sistemas corporales» (el subrayado en itálica es mío). Disponemos, por tanto, de suficientes evidencias para afirmar que poseemos, por ejemplo, receptores del amargo en la luz intestinal y en la pared interior de la tráquea, y que esos receptores responden a las mismas moléculas que activan receptores similares en la lengua. Sin embargo, la sensación de amargo solo la percibimos en la boca. ¿Cuál es, pues, el algoritmo sensorial con el que identificamos los «amargos extrabucales»? ¿Cómo cataloga el cerebro esas señales? Los científicos reconocen que no disponen aun de respuestas convincentes, pero es necesario reconocer que ya es un gran avance poder plantearnos las preguntas. En cualquier caso, los avances científicos dejan fuera de toda duda que las señales generadas en los receptores sensoriales, sea cual sea su posición, llegan al cerebro y que su detección desencadena diversas reacciones regulatorias en nuestro metabolismo.

Los avances que la biología molecular nos proporciona sobre la función del sistema sensorial difuso, constituido por los receptores diseminados por toda la estructura corporal, deberían ser fuente de conocimiento sobre la influencia que las propiedades sensoriales de las moléculas tienen sobre los organismos y desentrañar cómo esas influencias participan en la consecución de los equilibrios homeostáticos y las consiguientes sensaciones de confort. Tal vez el placer que desencadena en nosotros ciertas composiciones moleculares que elabora la gastronomía formen parte de los algoritmos con que el cerebro califica las percepciones de los receptores internos y que atribuimos a una reacción causa–efecto de la percepción externa. En cualquier caso, el hecho de que los «gustos» generados en el sistema difuso puedan ser imperceptibles no presupone que su influencia en nuestras preferencias y decisiones sensoriales sea insignificante. Más bien al contrario, se trata de una variable inquietante que conecta fuertemente nuestras preferencias y actitudes con los equilibrios metabólicos más profundos.

 

 

[+EDITORIAL]
28/03/12
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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